Tiene ocho años, y en unos pocos meses ha pasado de jugar alegremente a
las canicas con sus amigos a huir aterrorizado de un país en ruinas, el suyo, donde
los mayores se matan sin piedad casa por casa. Mientras camina, exhausto y
polvoriento, recuerda la mirada perdida de aquel muchacho degollado; recuerda
su cuerpo tirado en mitad de la calle, como un siniestro muñeco de trapo. Recuerda
que un año antes, cerca de donde encontró el cuerpo ensangrentado del muchacho,
una niña le dio un beso pero no quiso decirle su nombre. Camina junto a una
vecina que se hizo cargo de él después de que su madre falleciera durante el último
bombardeo. Sus últimas palabras le acompañan como un tatuaje
indeleble: “Sé fuerte, vida mía. Rezaré por ti”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario