miércoles, 17 de julio de 2013

Tiene ocho años, y en unos pocos meses ha pasado de jugar alegremente a las canicas con sus amigos a huir aterrorizado de un país en ruinas, el suyo, donde los mayores se matan sin piedad casa por casa. Mientras camina, exhausto y polvoriento, recuerda la mirada perdida de aquel muchacho degollado; recuerda su cuerpo tirado en mitad de la calle, como un siniestro muñeco de trapo. Recuerda que un año antes, cerca de donde encontró el cuerpo ensangrentado del muchacho, una niña le dio un beso pero no quiso decirle su nombre. Camina junto a una vecina que se hizo cargo de él después de que su madre falleciera durante el último bombardeo. Sus últimas palabras le acompañan como un tatuaje indeleble: “Sé fuerte, vida mía. Rezaré por ti”.  

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