Me ponen los pelos de punta todos aquellos que se erigen en portavoces
del Pueblo, de la Patria, de la Historia, y demás palabras extremas y
sangrientas. Ayer volví a escuchar las pomposas declaraciones de uno de estos
iluminados, cadáver mal enterrado: “el Pueblo quiere tal cosa y tal otra, el enemigo del Pueblo no es
otro que fulano…” Solo le faltó decir: “El Pueblo soy YO, cojones. Y no hay más
que hablar”. Y yo me pregunto: Cuando usted emplea la palabra Pueblo, ¿a quién
se refiere exactamente? ¿El sindicato que usted representa es todo el Pueblo?
¿Quiénes y cuándo lo han nombrado portavoz de todo el Pueblo, o de la mayoría,
al menos? ¿Incluye su concepto de Pueblo a los que no piensan como usted? ¿Si
yo no lo reconozco a usted como portavoz mío, dejo de pertenecer al Pueblo? Esta
cuestión está muy clara para mí: independientemente de lo que vendan estos
redentores, me repelen. Yo creo en una política resolutiva, cotidiana y
honrada; una política sin expertos en mandar, sin trapecistas del cargo
público, ni mesías golfos que proclamen a los cuatro vientos: “yo sé lo que vosotros
queréis, yo sé lo que necesitáis: confiadme vuestras vidas…”. Yo creo en una
política construida desde la calle hacia el Parlamento, no al revés, donde no tengan cabida
los furiosos e infalibles profetas salvadores.
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